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Nada queda en familia

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Es viernes por la tarde. Las familias del PP aplauden a su exlíder, uncido ya a la leyenda. Exhortan su figura y el reconocimiento se convierte en adoración. El ambiente detona un reguero de pólvora emocional en una aparente actitud de tregua, a pesar de la discutida contienda. Han puesto alfombra para hacer catarsis. De Cospedal llora al escuchar el himno de España, acaso su magdalena la conduce a tiempos mejores en una plaza de Armas, pasando revista a las tropas. Luis de Grandes saca su corazón gaditano: “Nos duele en el alma que nos dejen”, y a Rajoy se le rompe un pedazo, los ojos húmedos. El sentimiento coloniza y entierra por momentos el enconamiento de la campaña. Durante un mes, Pablo Casado fue creciendo un centímetro al día, custodiado por un Margallo que profería “todos a uno (contra Soraya)” y la eterna amiga de contienda, Cospedal. Y anunciaba casi a tiempo real los votos que iba sumando. A ambos candidatos les salían sus cuentas. Hubo estrategias de comunicación antagónicas: Casado montó una especie de consejo de ministros en el asador Jai Alai (“fiesta alegre” en euskera), un local emblemático en la transición, tradicional y caro, donde se exponen fotos de primera comunión con trajecitos almidonados, mientras Sáenz de Santamaría compartía pizzas en la sala de reuniones con el equipo en mangas de camisa, antes de cerrar traca en Vallecas.

Rajoy habló en modo pope, y dijo: “Somos los mejores”. Se reivindicó desde el principio. El amor a España le permitió un sorbo de lírica marianista, y dijo haber conocido “la España seca y la mojada”, también que no la había visto “a vuelo de pájaro sino a ras de tierra”. No era el día para recordar la corrupción, ni el austericidio, la ley mordaza o la quiebra de Catalunya. A la manera del canciller alemán que sostenía que “en política lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno”, el expresidente, de nuevo registrador de la propiedad, inundó de nostalgia el Marriott de extrarradio.

Puede ser que en algún momento, los compromisarios, tentados por uno y por otro equipo, cambiasen su intención de voto, e incluso que soñaran desmarcarse de los dos frentes que han quebrado esa palabra que Rajoy intentó fraguar a la gallega: unidad. Nunca la hubo. A pesar de los intentos de la candidata más votada en la primera ronda, el aroma fragante de la victoria animó a Casado, que se puso el traje de ganador, blandiendo sus 37 años como parte del programa. Mientras, los de Saénz de Santamaría exaltaban el factor femenino, lamentando –con los ojos abiertos en modo emoji– que tras 40 años de restauración democrática ninguna haya accedido a la presidencia del partido ni del Estado.

Mariano Rajoy se despidió prometiendo ser leal, quizá escondiendo un reproche que activara las neuronas espejo de quienes no lo han sido con sus compañeros y han alimentado ese fatal plural en la política: familias.

Publicado en La Vanguardia

Un comentario

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