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Los modernos chivatos

ESTES, Richard_Cabinas telefónicas, 1967_539 (1977.93)

El pasaje dormitaba dentro de la aeronave; habíamos alcanzado ya esa atmósfera en la que la voluntad se desparrama sobre los asientos y la noción del tiempo se convierte en lejanía. Pedí un zumo, y el asistente de vuelo lo derramó sin querer sobre mi mesa. Me pidió perdón y palideció. Le respondí que no pasaba nada, pero me confesó en voz baja: “Si algún compañero lo ha visto, tiene órdenes de informar al superior. Y por esto me pueden echar”. No le escondí que me parecía exagerado, a lo que añadió: “Es el management de la excelencia: no puedes fallar”. Nuestra sociedad, cada vez menos laxa y también más constreñida, quiere convertirnos en vigilantes al acecho, porque el buen ciudadano es hoy un delator en potencia.

A mitad de los años sesenta e instalado en nuestro país, Orson Welles resumía a un par de jóvenes críticos de cine españoles la verdadera causa de la herida macartista en un impagable titular: “Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas”. Y añadía que “las izquierdas no fueron destruidas por McCarthy. Fueron ellas mismas las que se demolieron, dando paso a una nueva generación de nihilistas”. Pero, a pesar del cambio generacional, la delación ha quedado prendida en la solapa de la identidad social. Tras los escándalos de abusos sexuales en Hollywood, la cultura de la tolerancia cero ha prometido lejía y amoniaco, e incluso, de modo preventivo, trata a más de un justo de pecador.

En el protocolo fijado al firmar un contrato con algunas plataformas digitales, uno debe aceptar determinada manera de mirar a mujeres –y a hombres–, y hasta se minuta la duración del abrazo. Y, por supuesto, también se anima a atisbar al compañero y sacrificarlo igual que un cordero si consideras que se ha pasado de la raya. Una frontera marcada con subjetividad, que hace que algunos se sientan investidos del poder de defenestrar al otro sin necesidad de más pruebas o juicios. El problema es el punto de vista, lo que significa para unos y otros pasarse de la raya. Entre la denuncia judicializada ante un abuso y el descrédito indiscriminado existe la misma diferencia que entre la categoría y la anécdota. Pero la difamación mediática, el victimismo que da share y el oportunismo que confunde exigencia con despotismo –así le ha ocurrido a Lluís Pascual– componen la foto de un espíritu acartonado, gregario, poco abierto de miras.

Hace unos días vi a un mendigo en la ­tele, un nuevo pobre, joven aún, que dormía en la calle. Buscaba escondrijos, un cubierto para echar el saco. Pero siempre hay alguien, contaba, que se toma la molestia de llamar al orden para que lo ­expulsen de esos cubículos peor que a una rata. La frontera entre denuncia y ­delación es espesa, una niebla altamente peligrosa.

Imagen: Richard Estes, Cabinas telefónicas

Publicado en La Vanguardia

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