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En modo verano

waitingsml

Cada año, cuando los días se dilatan, y por tanto la vida parece más larga, me pregunto si no somos más de verdad en verano. Con el acto de desvestirnos, al igual que al andar descalzos, sentimos que pesamos menos. Cuando nos aturdimos, a la hora de la siesta, ese momento de parálisis y sombra capaz de posponer cualquier urgencia, acordamos liberar el fardo que cargamos sobre nuestras espaldas. Las obligaciones del trabajo, los malabarismos en casa, las cartas del banco, las colas en ÿ la india, las matrículas, los seguros y los impuestos, la burocracia fina, y la gruesa… Ahí está el sinfín de servidumbres a las que nos entregamos, hasta que suena el timbre de la bicicleta y salimos en estampida. Así era en la infancia. No había otra alegría que se desparramara, incontenible, como la de terminar el curso. Empezaban las horas para dar de comer a los gusanos de seda, jugar al balón, holgazanear en el cuarto, leer, merendar tarde, iniciar alguna colección. Recuerdo los veranos con olor a mantequilla en casa de mis primas de La Seu, que vivían frente a la fábrica de El Cadí. El olor a la nata de la leche me entraba incluso por los oídos, igual que el cloro de la piscina donde Antonia y Amalia me enseñaron a nadar. Se iba cristalizando la idea de que las vacaciones traían una aspiración: la posibilidad de empezar algo, de cambiar de gustos, de inventarnos otro destino, de desalojar las hojas amarillas del pasado que nos impiden ver la vida en azul.

Podríamos contar nuestras vidas a través de la sucesión de veraneos. Es fácil recordar los destinos elegidos, rememorar amores y olores, paisajes, la lluvia caliente en las tardes grises cuando la mayor ocupación es desocuparse. Porque lejos del lugar común de la indolencia o de la pereza, el verano es un paréntesis vital, acaso la estación del año que representa más fielmente cómo somos sin tarjetas de visita ni disfraces profesionales. En su brevedad se concentra la ilusión de un tiempo que nadie nos arrebatará, y en el cual soltamos los arneses que nos fijan a nuestro propio cliché.

Hay una frase de Baudelaire, quien muy a menudo fue desconsiderado –humillado incluso– en los círculos literarios, que incide en el tamaño real de nuestra libertad: “En la extensa numeración de los derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX reemprende frecuentemente, hay dos puntos muy importantes que han sido olvidados, que son el derecho a contradecirse y el derecho a irse.” Abrazo el efecto liberador del verano, también su indulgencia y su fugacidad, la ausencia de protocolos, el viento salvaje que nos despeina, la invitación al descubrimiento sin movernos de la hamaca. Y, a la manera de Baudelaire, el derecho a irse de uno mismo cuando nos dé la gana.

(Ilustración: Kirsten Beets)

Publicado en Fashion&Arts Magazine

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