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Amaxofóbicos

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Pertenezco a ese ínfimo porcentaje de adultos que no conducen. No es fácil adjetivarlos. Contaré que, de pequeña, siempre me mareaba con las curvas, sobre todo en el Coll de Lilla, donde tantas veces vomité procurando no mancharme la punta de las merceditas. A los veinte ya había dejado pagadas tres matrículas de autoescuela, y a lo más que llegué fue a llevar una Mobylette por cuarenta kilómetros de carreteras comarcales entre cerdos y almendros. Y siempre he soportado con desagrado el olor a goma quemada y a gasolina, los tubos de escape humeantes o ese no lugar tan inhóspito que son los parkings subterráneos. La primera vez que me preguntaron por qué no conducía me escabullí con la excusa de falta de tiempo. Después, alentada por algunos de mis amigos, acabé por aceptar que mi conducta evitativa encubría una decisión cabal: algo más profundo me inhabilitaba para ejecutar esforzadas maniobras pero, sobre todo, para salir de mi ensimismamiento a cien por hora. “¿Cómo una mujer moderna como tú no conduce?” me han repetido aquellos que no sabrían vivir sin su coche. Amaxofóbicos se denomina a los que padecen ansiedad y parálisis frente a un volante. Algunos han sufrido malas experiencias en la carretera; otros, cuando maduran, empiezan a menguar en el asiento; ignoro si el concepto también engloba a quienes nunca hemos sentido el más mínimo interés por conducir y hemos levantado un muro mental ante un motor.

Cierto es que viajar no es lo mismo que trasladarse. Pla prefirió visitar España en autobús, como Peter Handke. Cela se puso choferesa negra. De Fernán Gómez a Umbral, pasando por Antonio Gala, Pere Gimferrer, Luis Antonio de Villena o Joaquín Sabina, y periodistas como Juan Cruz, Fernando Rodríguez Lafuente, Pedro J. o Carmen Rigalt, curiosamente, la lista de amaxofóbicos entre plumas y plumillas es abultada. ¿Otro tipo de bloqueo?

El caso es que no puedo sentirme más dichosa ante la extraordinaria noticia de los 183 muertos menos en carretera que en el 2012. La cifra más baja desde que existen estadísticas -1960, cuando se contaba un millón de coches frente a los treinta y uno que circulan hoy-. En medio siglo se han reducido en un porcentaje gigantesco -de más del 90%- los accidentes mortales, un gran triunfo en el inacabable proceso civilizatorio. Y ahí están los encomiables esfuerzos en materia de seguridad vial.

Aunque algunos psicólogos aseguren que el coche -a cierta edad y entre la población masculina- figura la potencia del falo, hoy ya no es símbolo de estatus ni de conexión; resulta mucho más necesario un portátil o un smartphone. Las nuevas fórmulas propiciadas por la crisis como el compartir coche, las rebajas en la alta velocidad o los vuelos low cost también han contribuido a matizar su centralidad. Sea como sea, me pregunto si a esa fobia influye que musicalmente siempre haya preferido el Born to be alive al Born to run, incluso sobre cuatro ruedas.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

4 comentarios

  1. superj a 10.710 km superj a 10.710 km

    ni ansiedad ni parálisis, joana, pero sí ni el más mínimo interés : tampoco conduzco -subentiéndese que vehículos motorizados; monopolizan la palabra-.
    la verdaderaverdad, nunca nadie me ha preguntado por qué : no debo resultar muy interesante.
    de todas maneras, tengo, como llama mi amiga ana maría briongos a su blog, pasión viajera : he estado en los cinco continentes, los 5.
    he conocido a vari@s grandes viajeros, pero solamente a una que también ha estado en los cinco5 : una amiga vasca a la que conocí en un crucero por el nilo… y que no tiene verhículo ni piso -alquila-
    es que hay gente tan rara…

  2. Martin Martin

    Me encanta cuando te refieres a ti, tu pluma gana si eso es posible y además es muy tierno. Al grano.
    El comentario de arriba me encantó también, muy acertado.
    Yo sin embargo soy de los que usa el automóvil para muchos tipos de desplazamientos, pero tengo clarísimo que es un instrumento para hacerme las cosas más fáciles, y sólo lo uso cuando permanece fiel a esa premisa. En muchas ocasiones es un incordio. Hace unos años, me vine a vivir por primera vez en mi vida a un sitio que está a medio camino entre el monte y la urbanización, peor en todo caso es campo a quince kilómetros de una ciudad de provincias, hasta ese momento nunca en mi vida había vivido fuera de las capitales de los varios países en que he vivido. Pero Mad, que me encantaba por su tradición de “mentideros” por su desenfado campechano al saberse fuera de la sofisticación y por ende el nada nimio esfuerzo que requiere el europeísmo, pero sobre todo por su condición de Villa de donde los Austrias huían espantados y la cual era la pesadilla de las primeras cortes borbonas. Ni abderramán había querido la Medina Mayrit, sólo los celtas aceptaron a Ursus para vivir, pero con el condiicionante de que no emulase a los demás centros neurálgicos del entonces.
    Pues al final eso fue lo que le ocurrió. Murió Madrid. Las corralas fuero despreciadas pro las urbanizaciones con un charquito a modo de piscina, una canchita de paddle para 140 pisos y un plaza de parking construída por ferrovial o sacyr. La gente nunca gastó dinero en un cuadro, pero gastaban cientos de euros en comer, y miles, cientos de miles, cientos de millones en automóviles. El coche pasó a suplir la menguante sensación del poder del falo, cuando ese artificio de virilidad pasó al universo femenino y en cierto modo pasó a formar parte de la idiosincrasia de que el mayor tamaño y potencia eran proporcionales al vigor, ya estaba todo perdido, ARCO dejó de ofrecer una ventana al arte y vendía unicamente cuadros caros, las casas de moda dejaron de proponer y representar la audacia, la revolución que la sociedad aceptaba o reclamaba a modo de actitud o pose, y pasaron a vender sólo ropa cara.
    Y se institucionalizó el mal gusto. Se convirtió en referente, en moneda de cambio, el valor de cada cosa estaba tasado en su grado de concentración de pésimo gusto, ya fuere el vestir, el coche, la casa, las conversaciones, las comidas, los placeres, el sexo, los viajes, uyyy como dice mi antecesor, en los viajes si que vimos el mal gusto ¡Meu deus do ceu!
    Después de unos meses en que me percaté de que perdía una cuarta parte de mi vida en vigilia en los atascos, en las rotondas, en los giros para aparcar, vine a vivir a León y usé el automóvil para trabajar por el territorio nacional, iba de un lado a otro, y cuando tenía que visitar la central de Toulouse, me negaba a que me alquilasen un coche en la Ville rose. Hace tres meses o así me quedé sin trabajo, y fue una experiencia divina, yo ya había sido acólito de paul Lafargue y su tratado sobre la pereza contradiciendo a su Suegro Karl marx y a su mejor amigo Engels , en que el trabajo no sólo no jugó un papel destacado en la transformación del mono en hombre, sino que destruyó a la especie, dividiéndonos en clases, el trabajo es alienación, el ocio permite la creatividad, o al menos el pensamiento y la reflexión. Pero había olvidado mis certezas veinteañeras, y ciertamente las recuperé. En tu libro Joana, hablas de la importancia del trabajo como generador de una identidad, sobre todo en una época en que las identidades están difuminadas, perdidas ¿qué somos? y si bien estoy totalmente de acuerdo porque fue la sensación que tuve cuando no supe que hacer el Lunes, también me vi conminado a ser responsable con mi libertad de elección, a ser meticuloso, a soportar el peso de la existencia sin barbitúricos ni sedantes como lo puede ser la línea de producción, y una de las cosas que dejé fue de conducir, aún cuando vivo a dos kilómetros de un pueblo, y a cinco del supermercado.
    Una cosa que me gusta decirle a los amigos cuando piensan que el coche les acerca a la posibilidad de algún ligue de calidad, es que yo empecé a conducir bastante mayor, con unos treinta años, antes sabía pero no tenía coche, y en esa época fue cuando flirteé, jugué y experimenté una buena cantidad de sano dispendio de la líbido, el sexo con coche fue muy poco y un desastre en su mayoría. No me puedo imaginar que una chica se sienta atraída realmente por un coche, y aún en el caso de que sé que algunos y algunas se sienten atraídos sexualmente por el influjo del dinero o del poder, nunca pude conversar más de un minuto con alguien así, sin sentir la imperante necesidad de escapar volando a esa altura que se nos está permitida en algunos sueños, ni la imposibilidad de hacerlo a causa del peso en las piernas a que nos condena ese otro tipo de sueños.
    Abrazo. Feliz 2014. Lo de Marie Claire será para bien.
    Baci mile

  3. a. a.

    no sé si esto es privado o público pero so conversación y su saber estar me agradan muchísimo.

  4. Estoy encantado de que este artículo me haya revelado a la vez tres cosas:
    a) que no tengo simple aborrecimiento y miedo a conducir, sino que merezco caterogizarme como algo bastante más eufónico y solemne: “amaxofóbico”, lo cual me alivia mucho.
    b) que, puesto que soy escritor, podría tratarse de algún tipo de imbrincación con autores más relevantes o con la propia sustancia de serlo (no relevante, sino sencillamente escritor)
    c) que hay otro tipo de gente, la mar de sensata y admirable, que padece lo mismo.
    Me gustaría atreverme sin embargo a sugerir que siempre he pensado que la “amaxofobia” tenía algo que ver con mi naturaleza literaria, por decirlo así, y me encanta verlo parcialmente refrendado en este artículo. Conducir es lo menos literario que existe, en cuanto a estímulo creativo: es algo bobino, poco ecológico, necesariamente ágil y poco reflexivo y, lo peor de todo, rápido: la posibilidad de descripción y la de trayecto escapan quedan vetadas a la sensibilidad. La historia de la literatura está construida sobre el detalle de lánguidos paseos a pie y mucho menos de esperas en un atasco.

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